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Vuelta a Melilla

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FUE UN POCO ANTES DE NAVIDAD de 2005. Un año aciago para mí. Se trataba de ir a Melilla, mi ciudad natal. Hacía cincuenta años que no la visitaba. Me decían algunos que ya no era la Melilla de mi niñez y lo pude comprobar. Ya en el barco me llamó la querida amiga Yolanda. El buque enfilaba la bocana del puerto de Málaga. Todo el horizonte era luces luminosas. Sentí de pronto, junto a la voz tan estimada, el encanto y la emoción de decir adiós a Málaga, la tierra de mi querida madre y de sus padres, mi abuelos. En ésta vivo desde los catorce años. Uno nace donde el destino quiere y uno vive largo tiempo donde quiere ese destino. Y uno ama, intensamente, cuando uno deja, aunque provisionalmente, la ciudad donde el tiempo, inexorablemente, deja su huella, y huella profunda, que no sé dónde se ubica, porque un ser humano es sensación, alegrías y penas. Todo esto acompaña al hombre durante su entera existencia.

 

Poco a poco, las luces se difuminaban en la noche oscura. El barco parecía un buque de esos que son cruceros de placer: iluminado por la luz artificial, en medio de la mar oscura. No se movía, por gracia. ¡Ah, el amor! Nadie sabe lo que es amor hasta que el amor está por hache o por be, suspendido en la conciencia;  en un abismo abisal, donde ningún ojo penetra, salvo el amor de uno que vibra y es consciente de lo que son los sentimientos… ¡Ah, el amor! … O reniegan de él o se mofan, o sucumben ; y, lo encuentran  como  talismán  divino  que  toma decisiones por uno sin que la voluntad tenga poder mediático…

 

Me metí en un camarote que habían reservado mis sobrinos. No dormí en modo alguno; porque, despedir a Málaga para ver mi tierra natal era una emoción extraña que me impedía el sueño. En un momento dado, la escalerilla que sirve para las literas superiores cayó sobre mi frente. Creí que era un balanceo de la nave, pero no: fue debido a que, sobre esa escalerilla, cayó mi gabán. No me despertó porque iba dormido, pero sí a mis sobrinos, que supongo dormían plácidamente. Creo que sonrieron en un brusco despertar. Fue el primer sobresalto, pero donde no intervino el alma. Pasaron las horas: infinitas y finitas, porque, en la vigilia, la expectación y el ansia aparecen como una tentación vigilante que domina los párpados; y, en la espera, siempre aparece un alba de las cosas dormidas que sabe que el sol irrumpe y el día llega tras la noche y la esperanza se torna realidad, a menos que lo impida la muerte. Las horas idas, aparecieron las primeras luces de tierra africana. “No es todavía Melilla”, me dijo mi sobrino, José María. “Eso es Marruecos”. Más tarde, me aclaró: “Esto es ya Melilla”. Y respiré el todavía aire fresco de la madrugada que me sabía, más que a aire, al respirar de la emoción contenida o desbordada de pronto.

 

En un santiamén, el navío se adentró en el puerto de la ciudad. Pasé en un albur, de la ignorancia a la realidad consciente. Sí, era Melilla, la ciudad natal. Imaginé mi cuna, allá en Batería Jota. Mi niñez en el Barrio del Real; mi adolescencia breve en el Barrio del Tesorillo. Un cúmulo de sensaciones atropelló mi más profunda sensibilidad. Volví a la infancia y a la adolescencia, ya lejana,  en el inexorable tiempo  que todo lo hace difuso y alterado. Sí, era Melilla, la cuna de mi triste vida donde hubo y hay más penas que gozos.  Era Melilla,  pero no la Melilla de mis recuerdos. Era menos española, por mucho que la bandera bicolor ondeara en algunos edificios. Era una Melilla más apagada, a pesar de su buena iluminación. Lo presentía. Tenía en el recuerdo el testimonio de los melillenses que me contaban esto y lo otro. Luego, después de un descanso en la ciudad, en el Hotel Nacional, sí que comprobé que no era la Melilla de mi infancia tantas veces truncada. Era otra Melilla. Menos española, sin duda.

 

El núcleo musulmán, con todos mis respetos por esa etnia, me parecía que lo impregnaba todo. Había cristianos sin duda, pero vi más velos sobre las mujeres que peinados a la usanza europea. Me obsesioné con el Monte Gurugú, desde lo alto de la Alcazaba, detrás del Parador Pedro de Estupiñán. Ese monte – así pensaba cuando niño – no es España y parece que lo es. España es menos España en sus doce kilómetros cuadrados que pude en su momento comprobar. Ese monte no era España y desde ese monte, Marruecos, si pudiera hablar, diría que a sus pies yacía una parte de España, que era tierra irredenta para ese país.  Sin embargo, para mí, ese monte era una atalaya que no pasó a España tras tanta sangre vertida en fratricidas guerras, donde la sangre y el odio se hubieron manifestado en un ayer; y donde muriera mi tío Ricardo, en el Desastre de Annual. Era una Melilla coja y manca, nutrida de cristianos y musulmanes en una amalgama pacífica para los melillenses de allí, pero no para el melillense que veía la ciudad tras una larguísima ausencia. Me sentí español, pero menos español que al ser niño, cuando los cristianos eran tan numerosos. “Nos llevamos muy bien”, me decían  mis  sobrinos.   Pero  yo  me  sentí menos español, porque España había hecho dejación de sus responsabilidades para lanzar una economía más potente que no obligara a los melillenses, allende el Mediterráneo, a buscar la otra orilla. Es lo que siempre hizo España en la Historia: dejación, desinterés, abulia. Y Melilla era, aparentemente, más marroquí que española, según mis impresiones primarias, y luego segundarias. Mas, así y todo, había paz y armonía entre las etnias. Los prejuicios cantan en el corazón, y esos prejuicios remontan la realidad y convierten en falacia los temores.

 

Disfruté no obstante la ciudad dormida, porque soy de los que madrugan y consciente testimonial de una verdad contundente: Melilla ya no era la Melilla que dormitaba o se despertaba en mis recuerdos. Melilla era linda y en mucho cambiaba porque las casas bajas se convertían en casas altas por carencia de suelo. En algunos sitios, me parecía Málaga, minúscula Málaga, con casas de seis o siete pisos. Pero, en otros lugares, las azoteas eran las mismas que yo recordaba, sobresaliendo de unas alturas mediocres, tipo Almería de allá por los años cuarenta: azoteas en vez de tejados.

 

Pero el amor lo dispensa todo. El amor ama lo que cree que no puede amar. El amor es algo sublime. El amor todo lo acepta, aun con trifulcas en el alma. El amor es complaciente y todo lo tolera al azar y lo hinca en el corazón a la postre. El amor, todo lo dignifica y enaltece. Quien ama tiene el derecho de amar. No importa qué se ama ni a quien se ama. El amor es algo sublime y enternecedor que merece el respeto de los que aman o no aman según normas y prejuicios de los tiempos. Quien ama,  lo  concreto o lo abstracto,  es hijo de Dios,  del Dios del Amor. Es mejor y más dulce y justo amar que odiar. Quien ama y no reivindica el sexo o lo abstracto, es mejor que los cínicos que dicen amar y desprecian a otros que aman lo incluso, lo no establecido por las leyes y las tradiciones. Amar es lo noble y lo excelso. No amar es lo abominable. Porque no se puede vivir en paz sin amor. Se ama la carne y se ama las piedras. Se ama el recuerdo y se ama lo tangible. Lo importante es amar.

 

Se ama, sobre todo la vida; pero si no nos aman, se ama incluso la muerte, por el sufrimiento de no ser amado.  Hemos nacido para amar y quien no ama no es de este mundo. Se aman los cuerpos, a la luz y a las sombras. Todo depende del ánimo sensorial de un viviente. No amar, es vivir muerto, pero con una inútil sensación de conciencia. Yo amaba a Melilla como yo amo a Málaga. Como yo amo a los vivos, no todos; y yo amo a los muertos, no todos. Porque AMAR, ES TAN GRANDE EL CONCEPTO, que no se puede amar todo lo existente; pero, ya que no es posible, amemos todo lo que nos circunda o al menos, lo respetemos, no importa qué se ama o a quien se ama. El amor es lo más mágico de la vida; y, después de comer y beber y dormir, lo perentorio es amar y tras amar, amar intensamente, dormir y en el dormir, un ensueño de amar al despertar. Eso es amar, entre otras definiciones, según quien ama y quien ejercita el derecho de opinar sobre el amor. Quien ama es dueño del mundo mientras ama y es amado. Quien ama y no es amado, es víctima del Diablo que no sabe amar.

 

Soñé  muchas  veces  con  Melilla  y  por  amor.   Y  amo a Málaga por amor.   Se ama lo decible y no decible porque somos reos de los crueles de la Tierra. Esos, al juzgar qué es amor digno y qué no lo es, no saben el poder del amor. El amor lo arrolla todo. Invade todas las arterias de la sangre. Eso lo sabe toda persona que ha amado cruda, descarnadamente, todo objeto amado. Se ama la luz del firmamento y la luz de la esperanza. Se ama cualquier cosa que no es amada por otros. El amor tiene sus filtros y hay partículas que no pasan por él; y hay moléculas que se diluyen por un espacio tierno y acogedor, entre las rejillas de la malla filtradora. Se ama hasta los recuerdos y se llora por amor por esos recuerdos. Porque no han desaparecido de la memoria. Porque no han sido suplantados por otra especie de amor que los aparta. Pero apartar no es eliminar. Los recuerdos de amor siempre estarán vivos en el alma. Por eso, porque están vivos en el alma, Melilla era y es por mí amada. Y la amé en sueños y la amo al despertar.

 

Como a Málaga amo. Como amo a Murcia, donde pasé años de mi vida. Como amo el pasado y no sé si amaré el futuro. Se ama lo que se vive y se quiere amar, pero no se sabe lo que se pueda amar en el porvenir. Se ama lo que se ve y lo que se oye. Pero no se ama todo. Antes lo dije. El amor es un misterio. Es un duende. Es magia. Es ensueño. Es divino. Es un don. Quien no ama no vive. Quien no ama, está muerto pero se mueve y piensa. Ni valen sus pasos ni valen sus pensamientos. Es un zombi deambulando por la tierra. Es un desgraciado sin saberlo. Y es, a la larga, un resentido contra la vida dada por un parto.

 

Quien no sabe amar

no sé cómo vivir puede.

¡No alma: a vacío hiede!

y vida sin sal, clamar

para su gozo, negras redes

donde su alma naufragar.

 

RICARDO RUBIO

26 de diciembre de 2005

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